domingo, 16 de agosto de 2009

El rostro de los sin nombres.

En cada ciudad existen personajes que matizan su identidad. Personajes muchas veces desconocidos que responden a sobrenombres singulares y pasan desapercibidos por todos. A ellos a los sin nombres como El Caballero de Paris y otros miles como existen por ahí, está dedicada esta entrada.
...a la Cotorrita.

Pasa todos los días con la cabeza gacha, los pies descalzos, con su saco al hombro y alguna otra cosa que encontró en el camino. No habla con nadie, ni mira a nadie. Todos sonríen ante su andar de loca ancestral y su mugre de milenios. Nadie recuerda haberla visto normal ¿Cuántos años tiene? Nadie sabe, hay quien dice que es más vieja que mi abuela, otros que no, mucho más siempre estuvo ahí. Los mismos barrios, las mismas calles que conoce de memoria, aquel perro que la sigue y el que siente lastima pretendiendo hacerse el samaritano.

Nadie se ha preguntado que pasaría si le quitan los piojos, si lava el polvo que no deja saber si esas greñas, que ya no es pelo por el tiempo sin lavarse, es gris por los años ó por el miedo. El color indefinido de su piel y el olor a monte, savia antigua, sudores acumulados de varios veranos que nos hablan de otras flores, otros tiempos, otros colores. Esos ojos que se ocultan que se espantan ante la mano que alguien tiende: nos habla de dolores, de terror, de rechazo. ¿Cuánto daño te habrán hecho? ¿Podrás perdonarnos algún día?

¿Quién entiende la locura? ¿Qué cuerdo es capaz de enclaustrar y desmentir un loco? Los cuerdos o los que dicen serlo realmente te envidian y te temen; digo no a ti, sino a ellos mismos. Vives en tu propio mundo, con tus propias leyes, eres tú, sin preguntarte quien eres. No te preocupas por pensar en identidad, en nombres, autoestima, estas por encima de todos y eres mejor por que eres libre, eres la esencia de la libertad porque ni siquiera la conoces a pesar de que va en tu saco, en el cartón que arrastras, en tu olor a podredumbre.

Pero te buscan, se burlan, te huyen, tú pasa sin verlos, sin comprenderlos pero también con miedo, has aprendido que el hombre aplasta a los que consiguieron ser felices.

¿Por qué queremos cambiarte? ¿Por qué encerrarte tras las sábanas limpias de un hospital? ¿Que sería de estas calles, de estos barrio, de esos niños sin ti, sin tu andar de centenaria, sin tu joroba de antaño? Tu silencio que nos recuerda que no somos nada y que nadie es poseedor de la verdad, de su verdad, o de tu verdad.

Todavía pregunto ¿Quién osa explicar la locura?

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